Reseña crítica: Jim Ackland (John Mills) viaja en autobús junto a una niña (su hija en la vida real, Juliet Mills) y, mientras le hace jueguitos con un pañuelo, el chofer conduce a todos hacia la tragedia. La cámara se despacha con planos generales de la ruta tormentosa y el silbido del ferrocarril que marcha en paralelo, primeros planos del tornillo del eje que se zafa, el perfil del chofer y los pasajeros sonrientes o apacibles. Luego una pared de ladrillo a la vista y la mirada inyectada de pavor de John Mills son ricos ingredientes que significan unos tres primeros minutos de antología. El protagonista sobrevive pero la muerte de la niña y una lesión cerebral que le provoca lapsos de amnesia, le acarrea como saldo una depresión que, con el pañuelo fatídico a mano y el silbato de cualquier locomotora, se aviva hasta tornarse en propensión al suicidio. La vida continúa, vuelta al trabajo en un laboratorio, amistad con un compañero (Patrick Holt) y la simpatía con la hermana menor (Joan Greenwood) que, tras unas cuantas citas - como dictan las convenciones de la buena familia - se torna en amor. Alojado en una pensión regenteada por la sra. Selby (la eterna anciana Catherine Lacey), Ackland es objeto de las atenciones de una vecina de pasillo, la modelo Molly Newman (la eterna madura Kay Walsh) que, para sacarse de encima al insistente sr. Peachy (el habitual hombre común Edward Chapman), finge flirtear con Ackland. Por eso, cuando en medio del parque un bobbie encuentra el cadáver de Molly y la policía se lleva a Ackland para que declare, el espectador ya sabe que el crimen, de alguna u otra manera, lo cometió el apacible y serio sr. Peachy. Ackland responde lo que sabe y como tampoco hay huellas digitales o testigos, queda en libertad... una libertad que se torna angustiosa cuando él mismo comienza a preguntarse si habrá matado a Molly durante una crisis de amnesia. Aparece algún personaje con vinculaciones oscuras (Jack Melford) y un inspector que trata de estimular a Ackland para que confiese (Frederick Piper). Sin embargo, el auténtico punto de interés ocurre más o menos faltando veinte minutos para el final, cuando el sr. Peachy - atizador en mano - confiesa a Ackland su crimen. El protagonista tiene enfrente al asesino, pero no puede hacer nada dado que no hay una sola evidencia o prueba que lo complique. Al contrario, en su testimonio a la policía, Peachy mintió para complicar la situación de Ackland. De ahí en más, el film deja la fase de estudio psicológico del personaje y se dedica a ahondar en sus esfuerzos para avisar a la policía o para que Peachy no abandone el país, incluso teniendo que evadir para ello requisitorias policiales. Hay momentos de vibrante persecución en una estación ferroviaria en que el director Roy Ward Baker demuestra dotes inusuales para un debutante. El trajinar del héroe consultando a porteadores, picaboletos o empleados de equipaje evoca un Hitchcock en plena forma y la tensión se extiende durante algunos minutos hasta que, previo al desenlace, abandona esa espiral creciente y torna a la resolución del trauma de Ackland en vez de la posibilidad de un encuentro final con su antagonista. El guión, obra del famoso novelista Eric Ambler, juega irregularmente con esas dos vetas narrativas de drama y thriller pero también permite momentos de gran dramatismo bien resueltos por John Mills y varios de los secundarios. [Cinefania.com]
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